martes, 6 de mayo de 2014

Concierto


El césped recién cortado, aquel olor a hierba rasurada y húmeda. Briznas arrancadas descuidadamente que acercábamos a la boca y entre los dientes exprimíamos para extraer la fresca savia. Horas sentadas, charlando y jugando. Tantas, que el asiento de nuestros pantalones se teñía de verde.
Eternas tardes de agosto, de calor aplastante. Nuestras reuniones, mirando distraídas a los saltamontes cruzar ágiles a nuestro alrededor. Y a un lado, la piscina sobre la que revoloteaban en círculos los caballitos del diablo. Algunos delgados y elegantes de color rojo y otros, plateados  y enormes, batiendo sus transparentes alas. Visitantes inesperados, aparecían mágicamente cuando los juegos de la piscina cesaban y la tarde se aquietaba.
Los ladridos de los perros al fondo se mezclaban con el croar desafinado de las ranas.  Eran tiempos de ranas y saltamontes que casi siempre terminaban en algún frasco de mermelada vacío con la tapa agujereada para dejar pasar el aire.
Tras la longeva tarde, por fin, caía la noche y las ranas salían formando coros acompasados con el murmullo del agua llenando la piscina. A veces, alguna rana solista rompía la silente oscuridad con un grito retorcido para dar paso a los mosquitos, supervivientes de la diestra cacería de antes de apagar definitivamente las luces, que se abalanzaban sobre nosotros envolviéndonos en un molesto zumbido sólo interrumpido por las sonoras bofetadas que nos propinábamos para terminar de una vez por todas con los osados intérpretes.

Y yo me pregunto: ¿A dónde se han ido los saltamontes?

jueves, 1 de mayo de 2014

Díme



Nos encontrábamos distantes y aislados, no sólo por los miles de kilómetros que nos separaban de la capital, sino también por esa separación  que surgía en cuanto pronunciábamos una palabra.  La radio nos hablaba de otra manera, con esas ces foráneas que, impuestas a los locutores de antaño como careta que esconde el rostro, nos llegaban recias y forzadas almidonando nuestras relajadas eses.
Hablar sin pronunciar las ces nos convertía automáticamente en provincianos del sur, abananados ciudadanos a los que había que oír de medio lado arrullándose en la melodía de un deje exótico. Y si además eras mujer, pasabas a ser una especie de geisha alatinada que embrujaba al personal con su belleza de palmera datilera sembrando un reguero exagerado de 'mi niños' y 'mi niñas'  con los que contrarrestar una silbante conversación seductora.
Porque en realidad creo que la colonización española tuvo mucho de colonización linguistica: aquellos virreyes y gobernadores subyugaron a todos con sus cortantes ces e incisivas jotas .
Cuando alguna alumna nueva llegada de la península tomaba la palabra y reproducía con soltura el habla de la radio, nosotros ingenuamente pensábamos que todo lo que decía era brillante. Mientras que, nos agazapábamos detrás de palabras que no contuvieran la temida ce, ignorantes de que este rasgo era tan sólo una de tantas otras diferencias.
Años más tarde viajando en autobús por la Gran Vía madrileña me entretenía observando a los peatones para descubrir si eran o no de la península. Mi técnica consistía en detectar si al hablar  la punta de la lengua sobresalía entre los dientes o no. En caso de no hacerlo, se trataba de provincianos del sur como yo.
Ese secreto handicap me acompañó muchos años. Pero el tiempo vuela, el mundo ha encogido y las gentes se han mudado de escenarios y ahora resulta que sale a la luz que somos muchos más los que hablamos así, que el español en nuestra voz recupera vocablos perdidos y esa suavidad que adquirió cuando a bordo de las goletas surcó los océanos en busca del nuevo mundo, desgastándose contra las olas, las rocas y las inexploradas selvas.
Sí, al final me doy cuenta de que aquellas ces y jotas no eran para mí.