sábado, 18 de abril de 2015

El Ángel de la Guarda




Aparte de rezar las 'cuatresquinitas tiene mi cama' por la noche, recitando una retahíla de sílabas de memoria sin ningún sentido, el 'Ángel de la Guarda' fue mi primer colegio, tras un breve período en una guardería llamada 'Caperucita Roja' de donde salimos porque un niño minusválido se encaprichó con los mechones de pelo rubio dorado de mi hermana y la perseguía para arrancárselos.
Estaba situado en una casona de una calle estrecha, a la que se accedía a través de un amplio zaguán con un par de anchos escalones y una puerta de doble hoja en madera blanca con un dibujo labrado y cubierto por trozos de cristal de distintos colores. El timbre, a la derecha,  consistía en una especie de manivela que se giraba para hacerlo sonar. Era una buena guardería en la que aprendí a leer a los tres o cuatro años. Estaba regida por cinco hermanas: Carmen Gloria, Dora, YuyaSusa y Piluca, cuyos nombres no encuentran ya rostros a los que referirse. Lo único que recuerdo vagamente es que Dora era más estricta; Carmen Gloria más alta con el pelo corto, pero no alcanzo a ver nada más.
La casa tenía dos pisos conectados por una ancha escalera de madera y  un patio, que a mí entonces me parecía tan grande como un campo de fútbol, flanqueado por las traseras de los edificios de la calle paralela. Al fondo del patio había un pequeño cuarto de aperos donde yo imaginaba brujas y castigos. Debajo de la escalera, un cubículo aprovechando la inclinación de la misma, servía de amenaza si no nos portáramos bien. Los días de lluvia permanecíamos dentro de la casa y cantábamos en un cuarto frente a la puerta principal. Me asombra estudiar las letras de las canciones que entonces se enseñaban a los niños por lo enrevesado de su trama: 'oh-mi-pa-pa-fue-siem-preun-hom-bren-can-ta-dor-na-die-comoel-ja-masexis-tira-oh-que-gran-clon-cuando-su-bea-la....' Una melancólica canción propia de alguien que ha recorrido ya un tramo de la vida y se vuelve para mirar atrás.
El patio estaba precedido por un porche delimitado por una balaustrada. Una tarde, cuando ya se habían ido todos, metí la cabeza entre los barrotes y me quedé atrapada sin poderla sacar. No sé cómo conseguí salir de allí. ni quién me ayudó, pero creo que nunca más me he vuelto a meter en una situación similar. A los cuatro años y medio me fui de allí, pero volvía en vacaciones con mis hermanos más pequeños y entonces asistía a las clases de niños mayores que yo que estudiaban un libro verde con un caballo balancín en la portada.

viernes, 17 de abril de 2015

Las truchas de Olga



Con la Navidad, la casa se llenaba de regalos: cestas de navidad; cajas de botellas; cajas de galletas; turrones; bombones; langostinos; cochinillos; postres y tartas. Mucha gente agradecida por las atenciones o el acierto de mi padre le hacía llegar su gratitud en forma de ofrenda. El gran pino natural se colocaba entonces en el salón y a su sombra se disponían los regalos conforme iban llegando. Las cestas, con sus celofanes de colores y la pata de jamón clavada como una espada aferrada a su asa, nos llamaban la atención por las golosinas que escondían en su interior. A hurtadillas, introducíamos las  manitas a través de alguna ranura del celofán y tanteábamos su interior para descubrir tesoros ocultos en el relleno de tiras de papel. Las galletas inglesas en sus latas cuadradas de dos pisos eran nuestras favoritas. Sin que nadie nos viera, despegábamos la cinta adhesiva que rodeaba la tapa y hurtábamos de su interior las codiciadas galletas de chocolate, volvíamos a poner cuidadosamente la cinta adhesiva alrededor y la dejábamos nuevamente bajo el árbol. 
En el aparador del comedor, debajo de la cristalera de colores, aparecía en Navidades una bandeja de truchas*....¡las mejores que he comido en mi vida! Esos pasteles, elaborados por la mano amorosa de su autora,  poco tenían que ver con los que actualmente se consiguen por ahí. De forma perfecta, sus contornos reproducían una especie de encaje de nítido dibujo, uniformemente cubiertas por una fina capa de azúcar glasé y cuyo contenido, de un amarillo puro, constituía una auténtica revelación  tras morder suavemente el crujiente envoltorio: la combinación exacta de azúcar, almendras y batata. 
Estos últimos años he tenido la suerte de volver a saborear esas delicias navideñas que me han llevado de nuevo al aparador del comedor de mi casa y a la bandeja de bordados pasteles tapada con un papel de seda blanco.

* las truchas son unos pasteles típicos de las Islas Canarias. Son similares a las empanadillas y van rellenas de batata o cabello de ángel.

miércoles, 15 de abril de 2015

Doña Servanda




En mi barrio, Doña Servanda (sin diminutivo y sin desposeer nunca al nombre de su título honorífico de Doña) era toda una institución. Siempre estaba allí, detrás de un mostrador de cristal en cuyo interior se podían ver los distintos tipos de golosinas que vendía a los niños como yo: pastillas de plátano, bombones de dos cincuenta, ambrosías, chocolatinas Cadbury, cuadrados de chocolate, pastillas de a perra chica...que despachaba envolviéndolos en un papel de seda al que daba, con mucho geito, dos o tres vueltas en el aire para anudar el contenido en su interior.
Al cabo de los años apareció, a la derecha de la entrada, una nevera con los primeros helados industriales (Kalise, creo recordar) y aún hoy conservo la extraña sensación de aquel  primer polo de hielo en mi boca.
Cuando un cumpleaños se presentaba por sorpresa, mi madre nos mandaba a Doña Servanda donde siempre había un regalo improvisado con el que presentarnos en la fiesta.
Doña Servanda, siempre embutida en su tienda de Alibabá y rodeada de objetos inverosímiles, despachaba incesantemente golosinas a los niños. A pesar de las continuas visitas de la chiquillería, no era dada a crear lazos familiares con nosotros y se mantenía dentro de la tienda enfrascada en la tarea de sacar de la misma el mayor número posible de productos, como si de no hacerlo se fuera a asfixiar con tanta opresión. A veces la ayudaba uno de sus hijos, con su mismo nombre en masculino y sin título de Don, y poco más recuerdo de aquel nombre mágico y conseguidor de todo lo necesario por muy tarde que fuese.